martes, 16 de febrero de 2016

UN REGALO INUSITADO


Cuando la conocí las lágrimas rodaban por sus mejillas y no la dejaban hablar. Estaba allí en medio de la nada, cerca de un viejo árbol que pedía agua a gritos y que humedecía sus labios resecos con las lágrimas que la mujer derramaba a sus pies.
No pude resistirme a pasar por su lado sin auxiliarla en medio del calor de la desértica zona. Se notaba que su congoja era infinita y a la vez inexplicable, hallarla sumida en esa pena sin nadie a su lado, salvo el viejo árbol.  Me  senté junto  a ella en una desvencijada banca pegada al tronco y le pregunté qué le sucedía, si necesitaba viajar a algún lugar menos inhóspito.  Sus manos cubrían su rostro mientras sollozaba. No respondió, pero al tocar su brazo descubrió sus ojos y me miró entre sus tupidas pestañas mojadas por la intermitente lluvia de su dolor.
Le ofrecí una botella de agua que traía conmigo, la tomó con ansias y casi la bebió toda de un solo y largo trago. Como un náufrago en un desierto. Entonces me contó que lloraba por sus hijos perdidos entre esas montañas ardientes. Dijo que  escuchaba sus gritos pero que aún no podía hallarlos. Le pregunté ¿si la policía sabía de eso, si había  acudido en ayuda y desde cuándo? Me miró con sorpresa, dijo no saber nada, que estaba allí esperando que alguien la ayudara. Se me ocurrió ofrecerle mi auto y contarle que  iba camino a la ciudad de Antofagasta. Una sonrisa apareció en su rostro brevemente y aceptó sin antes tomar el resto del agua y verterlo junto al árbol. Me pareció no buena idea botar el agua en un lugar que, de seguro, no encontraríamos una tienda en dónde comprar más. Sin embargo no dije nada. Le abrí la puerta del copiloto pero  se negó, dijo sentirse muy cansada y prefirió el asiento trasero. Acomodé mis cosas y la invité a subirse. Por un momento se me hizo extraño que yo, un hombre tan metódico y prudente subiera a una extraña, vestida con un traje  blanco y descuidado a mi auto. Mas, deseché ese pensamiento y mejor pensé que estaba haciendo una obra de caridad con esa desconocida.
Ya manejando, quise entablar una conversación para romper la monotonía del camino y le pregunté su nombre y de qué pueblo era. Esperé un rato, pero no contestó, me asomé al asiento trasero y la vi dormitando. Debe haber estado muy cansada de tanto llorar y buscar a sus hijos, me dije. Después de una hora de viaje pensé que sería prudente despertarla para saber más de ella, quedaban algunos kilómetros más para llegar a la ciudad. Volteé pero me pareció no verla, entonces me acerqué a la vera del camino y me detuve. Salí del auto y abrí la puerta trasera. Con estupor comprobé que la mujer no estaba, ¿cómo?, exclamé estupefacto, no pudo haberse bajado a la velocidad que yo traía, imposible. ¿Me estaré volviendo loco, por tanto calor y soledad en esta carretera?
Volví a mirar el asiento trasero,  en el suelo hallé algo que brillaba,  me asomé y lo tomé, parecía un  pequeño trocito de oro o algo que se le pareciera. ¿Eso de dónde salió?,  pregunté curioso.  Oh, no, ¿me estará afectando el delirio de los desiertos? Pero, no puede ser, la mujer era real yo la vi, la toqué. Es una locura. Me volví al  asiento delantero y  continué la marcha todavía perplejo por lo sucedido, puse el pequeño metal en mi bolsillo y seguí mi camino. ¿A quién le voy a contar esta historia y que me crea?
Después de  unos días olvidé por completo esta extraña aventura. El trabajo me mantuvo demasiado ocupado, hasta que empecé a tener unos sueños recurrentes que siempre terminaban con  una mujer llorando. Entonces me preocupé, fui hasta mi closet y metí la mano en mi vestón, al fondo lo encontré, el pequeño trozo de metal. Lo miré varias veces, ¿de dónde salió esto? Se me ocurrió pensar que  lo traía la mujer tal vez y se le había caído, pero en qué momento, si nunca se bajó del carro, simplemente desapareció, es lo más misterioso que me haya sucedido. Lo deposité en una cajita, un día lo llevaré al joyero, me dije.
Tiempo después fui a la joyería, el señor  lo observó con  curiosidad, me preguntó, ¿en dónde lo adquirió?, parece ser muy antiguo dijo, es oro, pero no está bien pulido, ¿se ha encontrado una mina por allí?, exclamó en tono burlesco. Me sentí avergonzado, y le conté que lo encontré en el piso de mi auto. Señor, esta pepita vale dinero. Oh, qué bien, se lo diré a la persona que lo dejó olvidado allí, comenté. Rápido lo tomé y le di las gracias alejándome lo más pronto posible y así no permitirle otra sarcástica pregunta más.
Me molesta que la gente se burle de uno sin conocerlo, eso es muy desagradable. Estaba molesto, tal vez conmigo mismo.  Fui a casa de mi amigo Octavio y  le conté esa extraña aventura de la semana pasada. Le advertí que no se riera y que no lo tomara como algo de locos, todo lo que le conté era verdad y necesitaba que alguien me escuchara, además le  mencioné sobre mis sueños también. Me miró por un rato sin pestañear, me dijo que  me creía a pesar de lo extraño de la historia. Dijo que de ser verdad, podría ser un fantasma, que había escuchado  que  de vez en cuando  por el camino ese se aparece una mujer a la que llaman la llorona y la historia  es muy similar, solo que  muchos no paran y  se alejan sin darle ayuda, entonces  dicen que la mujer se les aparece  dentro del auto, y los asusta. Que muchos  han chocado después de esa visión.
 Bueno, lo que a mí me pasó es diferente añadí, yo no me asusté, salvo cuando no la encontré en el asiento trasero, eso sí que me produjo un escalofrío, pero luego pensé que estaba delirando por el calor. Sí, lo tuyo es bien raro, pues parece que te premió  dejándote un regalo inusitado, apuntó mi amigo.
Me fui a casa más tranquilo, guardé la pepita como un recuerdo y coloqué una botella grande  con  agua  dentro del auto, pensando en la próxima vez  que pasase cerca del árbol viejo. Así sucedió, esta vez no había nadie, sólo un pequeño cartel que decía: por favor, “dame de beber”. Vertí toda el agua junto al árbol y me alejé sintiendo un alivio en mi corazón, por esa madre que busca a sus hijos y que pide agua para mantener vivo a su árbol. Nunca más volví a soñar con ella, pero se hizo en mí una rutina llevar agua, cada vez que paso cerca  de ese viejo y sediento árbol.




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