martes, 17 de diciembre de 2013

HACIA LA PRESA DE AGUA MILPA

(Tepic, Nayarit, México)



Cruzamos las lomas de camello
con sus jorobas amarillentas.
El camino zigzagueaba caprichoso
como una serpiente.
A lo lejos una oruga metálica
anunció su paso silbando el peligro
y se acercó con  espumarola negruzca
alcanzando las nubes.
Los picachos filudos desgarraban el cielo
hundiéndose en él
hasta desaparecer de nuestra vista.
Una vieja iglesia carcomida por los años,
sacaba apenas su deteriorada torre
entre la maraña que la aprisionaba
y se persignó al vernos pasar
presintiendo que podría ser la última vez.
Un zopilote apareció de pronto,
majestuoso vigilando nuestro paso.
El sol se arremolinaba en lo alto
con la alegría del verano que no se iba.
Colinas de verdes diferentes
y tierras colorinas de Nayarit,
saludaron el paso del convoy
y Serpic abrió sus entrañas
para mostrarnos su belleza,
más allá de lo imaginable.
Nos internamos bajando las montañas
y subiendo las colinas.
Los árboles nos arañaban tratando de retenernos
y cuando más nos asediaban,
escapamos atravesando un río de aguas claras.
Las cumbres rocosas del cerro Picacho vigilaron nuestro ascenso.
La lluvia del verano había despertado
con su llanto,
al tiempo que una acuarela de frondosos árboles
 nos abanicaba con esmero.
 Bajo sus sombrillas, los helechos
y flores silvestres competían
en una ardua lucha por ganar un espacio.
El pueblito de las Blancas
nos abrió tímidamente sus brazos,
escondiéndose luego en esa fantástica selva.
La Presa de Agua Milpa
como una pirámide invertida,
imponente en su modernismo,
nos saludó desde lejos esperando la visita.
Mientras el cerro de la Silla,
cual  cuerno Vikingo,
silbó en el viento nuestro arribo,
al tocar suavemente su honda soledad.

domingo, 1 de diciembre de 2013

EL TRAJE DE CONEJO



Miraba el cielo en busca de una estrella fugaz, un satélite o un ovni, aunque era muy temprano y el cielo estaba claro todavía, cuando bajé los ojos y lo vi con sus orejas de conejo. Asomó sólo su cabeza de entre los arbustos.
¡Alberto! le llamé, ¡sal, ya te vi!, no te escondas. Pero él me hizo una señal y se largó a correr, entonces se me ocurrió seguirlo contenta, con esa manera de jugar que tiene.
Después de un rato le grité, ¡Alberto, ya, deja de correr me estoy cansando!, sin embargo él no me escuchó y se internó por el bosque.
¡Oye, Alberto, para, no te voy a seguir más!, ¡se acabó el juego, regresa!
Desde lejos me miró y me pidió que lo siguiera un poco más. ¡Oye, basta, no me gusta internarme en la sombra de los árboles! ¡Alberto, niño deja esa tontera y vuelve!, le repetí en el mismo lugar sin mover un pie ni para adelante ni para atrás. ¡Ya, es hora de tomar el té, vente que hay pastel que hizo la abuela! le grité. Alberto asomó una oreja y luego la cara, y con voz  desilusionada me replicó que quería mostrarme algo. Otro día, niño, ven que se nos hace tarde. Volvió arrastrando las patas de conejo, revolviendo el polvo y las hojas secas del camino. Mira, has ensuciado el traje para las fiestas, ¿qué va a decir tu mamá, ah?  Que otra vez te dejé usar el disfraz, y me va a regañar. Oye nana, tú eres mala. ¿Cómo que mala? No ves que el malo eres tú conmigo, ahora tendré que lavar ese traje, ves, niño. Lo tomé por un brazo y lo conduje rapidito hacia la casa, mientras le miraba de reojo con cara de enojada, claro que era para asustarlo, y no me perdiera el respeto. Si se ve tan mono con ese disfraz y con su colita blanca. Alberto tiene seis años y es un lindo niño, muy inteligente, inventa tantas cosas que a veces parecen reales, sobre todo que le ha dado con ir a jugar al bosque, cerca del área de juegos. Qué niño, ¿no?
Llegamos a casa justo para que se cambiara el disfraz por su ropa habitual y estuviera listo para las onces. La abuela Blanca llegó al rato junto con la mamá y se prepararon para tomar el tesito con el pastel.  ¡Uy qué rico! ¿Cómo lo hiciste abuela? Con las manos hijo y con mucho gusto para ti, respondió sonriendo la señora. ¿Cómo te has portado hoy?, ¿mereces un trozo grande o uno pequeño? ¿Qué dice  Ana? Yo la miré, y le hice un guiño. Parece que no muy bien. ¡Nana!, reclamó  Alberto, si me he portado bien, ¿ya?
Por supuesto, agregué, muy bien, merece un trozo grande. Una sonrisa apareció en el  rostro del niño. Y un suspiro escapó de mi garganta y me fui a la cocina para traer la tetera.
Al próximo día como de costumbre fuimos al parque, Alberto se entretuvo con todos los juegos mientras yo lo vigilaba. De repente, se le ocurrió salir corriendo hacia el bosquecito. ¡Alberto, vuelve! ¡Hoy no! Tuve que correr tras él. ¡Niño, vuelve, no seas porfiado y obedece! Pero Alberto no escuchaba y seguía corriendo hasta desaparecer tras unos arbustos. Jadeando llegué al sitio y al no verlo me preocupé. ¡Albertito, ven, vamos a casa! No hubo respuesta. De pronto vi algo blanco escondido tras un árbol, no sé porqué imaginé que era ese traje de conejo. ¡Alberto, ya me enojé! ¡Sal de allí! Pero el niño no contestó, por el contrario, sólo asomó una de sus patas de conejo como haciéndome burla. ¡Te dije que no usaras ese traje!, dije con voz airada, ¡basta, ven aquí! Como no hizo ningún caso, fui hasta el árbol aquél, y sorpresa, no había nadie. ¡Alberto!, ¿dónde estás? ¡Le contaré a tu mamá que me has desobedecido!, grité. Una risita se escuchó a lo lejos y de nuevo ese traje blanco que se escondía entre la maleza. ¡Por favor niño, ya deja de jugar, hoy no!
Nada, me desesperé, el bosque era muy tupido y estaba alejado del área de juegos, tenía  mucho miedo de que nos pasara algo malo,  y decidida le grité que me iría de vuelta.
Comencé a caminar, lento primero, volteándome varias veces y hablando en voz alta para que el niño me siguiera, y sí, fue efectivo, de vez en cuando veía esa pata blanca tras un árbol o entre los arbustos. Por lo que decidí caminar más rápido. Apura le decía ya casi llegamos y debes cambiarte ese traje.
Cuando por fin llegué al área de juegos, casi se me sale el corazón del pecho, Albertito estaba llorando sentado en un  columpio. ¡Nana, nana, me dejaste solo!, reclamó. Pero si tú te fuiste corriendo hacia el bosque, le corregí, ¿cómo lo hiciste?  Tú te fuiste sola, nana mala, me dejaste solito. No, mi precioso niño, estabas vestido con ese traje de conejo, le respondí. ¡Nana, te estás volviendo loca, el traje lo lavaste!, ¿recuerdas? ¿Cómo me lo iba poner mojado? Sí, mi niño tienes toda la razón. Vamos, vamos a casa, ese bosque es peligroso. Ajá, te  dije que yo te iba a mostrar algo, ¿recuerdas? ¿De qué hablas? Algo que te quería mostrar pero tú no quisiste, fuiste sola, nana mala, y me dejaste solito, sollozó. Lo abracé, y le pedí disculpas, ya mi niño, no llores, yo creí que eras tú, y me equivoqué, nunca más  te dejaré solo, ya, ¿estás de acuerdo?, Bueno, sí, si después me dejas usar el traje, pidió con voz convincente. Bien, bien, mi niño, pero no debes decir nada de lo que pasó, y nunca más iremos a jugar al bosque, ¿ya? De acuerdo, dijo mientras caminábamos a casa, pero dí que me porté bien y que no  lloré. Prometido.  De vez en cuando me volteaba  a mirar el bosque, un escalofrío me recorrió de pies a cabeza, mi intuición me decía que  algo malo sucedía allí. Algo muy malo.