viernes, 16 de noviembre de 2012

EVOCACIÓN





Inopinada cae la nostalgia:
crepuscular abrazo nocturno,
flama que enciende partículas de sueño.
Los recuerdos acarician pequeñas brasas de sol
mientras las luces de la tarde reflejan tu rostro.

Cierro los ojos, te siento,
caminas sobre hojas de olvido
con el viento ululando a tu espalda.

El atardecer se tiñe de rojo.
En el ruedo estelar muge la bestia,
emoción sublime, pecho abierto,
el minotauro desfallece,
sangra sus últimos momentos.
Tú te acercas a la calidez de mi abrazo,
ciegas mis sentidos.
          ...
No quiero despertar,
La cruel realidad habita mi casa.

jueves, 1 de noviembre de 2012

CRIMEN EN LA VECINDAD


No fue el ruido de la cuchara al caer al piso, ni la taza que al estrellarse quedara diseminada en mil pedacitos. No fue tampoco la sombra que se inclinaba súbitamente a través de la ventana. Sí, el ruido pudo ser de un cuerpo pesado al precipitarse en caída libre. Eso fue lo que le llamó la atención, primero al perro que levantó sus orejas y comenzó a ladrar moviéndose nerviosamente en dirección de la ventana, después al chico  de la vecina del tercer piso. Sí, a él le llamó la atención, el ruido indiscutible de un cuerpo al caer. Por eso fue a golpear la puerta del señor Rojas y averiguar si se encontraba bien. Sin embargo no hubo respuesta, a pesar de golpear con fuerza y de llamarlo insistentemente.
Ante el silencio, se le ocurrió dirigirse rápidamente al departamento de la portera. Con un  llavero en sus manos la conserje le volvió a repetir si era necesario molestar al anciano que era de mal carácter, pero el apremio del chico  convenció a la temerosa mujer. Mira Francisco, si es una broma te va a salir muy cara, tus padres lo van a saber.
La mujer golpeó tres veces la puerta número 2 del vecino, nombrándolo en voz alta y preguntando si se encontraba bien. Nada, no hubo respuesta, ni el ruido que siempre hacía don Pedro, arrastrando los pies con sus pantuflas cuando se dirigía a abrir  la puerta de calle, normalmente rezongando.
La portera introdujo la llave y la hizo girar hasta que la puerta se abrió. Permaneció en el umbral seguida del niño que se empinaba sobre su hombro para mirar el interior. Desde ese lugar la mujer volvió a repetir varias veces el nombre  del señor Rojas, pero no hubo respuesta. Francisco, de pronto, hizo a un lado a la portera y  con paso firme se dirigió a la iluminada habitación  de donde  había escuchado el ruido. Allí estaba el cuerpo del anciano, la taza quebrada, el té derramado y la cuchara cerca de una silla que yacía volteada. Pero lo que los dejó atónitos, eso pareció, fue la gran mancha de sangre aún fresca que rodeaba el cuerpo del hombre. Un grito escapó de la portera y del chico. No era lo que esperaban encontrar. Los dos pensaban que el anciano estaría desvanecido, nada más, pero eso no ocurrió. Don Pedro Rojas yacía muerto, en su espalda se veía  el arma homicida, y en la cara del anciano se había petrificado una mueca de dolor. Sin importar los hechos la mujer le llamó angustiosamente, esperando que el anciano diera muestras de estar vivo.
Está muerto, exclamó Francisco, llamaré a mi mamá, agregó. No, espera, primero hay que llamar a la policía balbuceó, la portera,  pero  el chico ya estaba inspeccionando las otras dependencias del departamento. ¡Niño, espera!, le gritó la mujer, no toques ninguna cosa, la policía debe encontrar todo como estaba. Francisco salió precipitadamente de una pieza gritando: ¡Mire, mire!, hallé una ventana abierta y unas manchas de sangre. Te dije que no tocaras nada, ¿por qué no escuchas niño?, reclamó la mujer. Si no he tocado nada,  sólo miré... Ah ¿y qué hubiera pasado si el asesino aún estuviera  aquí escondido? Francisco bajó la vista y dijo, disculpe, no lo había pesando, y luego exclamó,  pero no hay nadie, el hombre escapó. ¿Cómo sabes que fue un hombre?, preguntó la mujer con curiosidad mientras discaba a la policía. Pues se me ocurrió como en las películas, casi siempre es un hombre,  sabe, pienso que por la fuerza que le enterró el cuchillo en la espalda a don Pedro. Oye, mejor deja de inventar cosas y no digas tonteras, eso es parte de la investigación de la policía, mejor te vas a tu departamento. La sirena del carro policial  se sintió muy cerca.
Francisco sin  decir nada  abandonó la habitación y salió a la calle. Rápidamente el chico dio la vuelta del viejo edificio, dirigiendo sus pasos hacía la parte posterior. Por aquí se escapó el asesino, se dijo muy serio,  “al bajar por la ventana dejó sus huellas marcadas, la ventana no está muy alta y luego el hombre  saltó la reja trasera”. El perro lo seguía husmeando el pasto y los alrededores, mientras el niño se entretenía inspeccionando el lugar haciendo sus propias deducciones. En ese momento llegaba la policía. Tres agentes se bajaron portando sus armas y con precaución se aproximaron al departamento. La portera se asomó y casi le da un infarto al encontrarse encañonada. No, por favor, soy la portera, exclamó, no me apunten, el asesino ya escapó por la ventana. ¡Quítese!, le gruñó uno de los agentes.
La ambulancia apareció al doblar la esquina  haciendo sonar su sirena. Todo el vecindario se vació a la calle, unos, objetaban que había un incendio y otros decían que alguien estaba  grave, tal vez un ataque al corazón. Cada cual tenía su propia versión de lo ocurrido, aun sin estar en el sitio del suceso. Otro carro de policía  arribó y los agentes cercaron  el área con una cinta amarilla.
Los padres de Francisco alarmados dejaron su quehacer y se unieron al grupo de curiosos, preguntado qué sucedía. Doña Quena, mujer  muy fisgona, ya contaba el suceso con lujo de detalles aduciendo que ella fue la primera en bajar del tercer piso en camisa de dormir pues se había acostado temprano. Viera toda la sangre que había, contó a los padres de Francisco, la portera está con los nervios de punta, ya ve como son los policías la retaron, pobrecita, ella me contó todo, ¡mire qué maldad! Si el pobre hombre no le hacía mal a nadie, claro era un poco enojón, yo no me llevaba bien con él, pero hay que entenderlo, estaba enfermo de diabetes. ¡Cielo!, eso de asesinarlo, ¡válgame señor! ¡Uno no está libre de que lo asalten y le roben y lo peor es que lo maten! ¿Abrase visto?,  ¿Y su niño, ya se acostó que no lo veo? Oh, ¡José, ve a  buscar a Francisco!, ya es muy tarde para que ande en la calle, sobre todo ahora que anda un asesino suelto. ¡Ve hombre,  rápido! Sí, vaya, es tan peligroso que los niños anden en la calle solos, si está bien oscuro y son las siete nomás, agregó doña Quena, mientras se movía  de un lado a otro con aire de superioridad para llamar la atención de algún vecino que quisiera saber la versión completa  del asesinato.
Los camilleros entraron al departamento después de que el perito forense revisó minuciosamente todo el sitio del crimen. El vecindario se agolpó para ver en primera fila el cuerpo del difunto. Pero los policías los obligaron a guardan distancia, mientras los camilleros sacaban a don Pedro dentro de una   bolsa negra completamente cerrada.
Cuando don José dio la vuelta del edificio descubrió a su hijo Francisco que era  encuestado por dos policías. Francisco ¿qué haces? ¡Vete a tu cuarto!, exclamó alarmado. No puede, él es el primer testigo que tenemos, señor Valdivieso. Pero es sólo un niño ¿qué puede saber, si estaba jugando con su perro? Señor, su hijo estuvo en el lugar del crimen, lo encontramos husmeando cerca de la ventana por donde escapó el asesino. Tiene mucho que contarle a la policía. Pero es sólo un niño, insistió el padre. Francisco, ¿que hacías por esos lados, no te he dicho que juegues en el frente del edificio, donde podamos verte?, reclamó José mirando a su hijo con ojos de pregunta. Sí, este jovencito sabe más de lo que usted cree, señor, él vio todo por la ventana y luego entró al lugar del crimen y se paseó por  el departamento dejando huellas por doquier. ¡No lo puedo creer! ¿No te he dicho que no te metas a fisgonear en los asuntos de otras personas Francisco? Es que papá, yo vi la sombra de don Pedro a través  del visillo de la ventana, pero no vi al asesino, sólo  escuché mucho ruido, mi perro también lo vio. Ah, niño, un perro no habla y tú estás metiéndote en un lío. Pero papá, si no hice nada, quería ayudar a don Pedro por eso llamé a la portera, es todo... Pues sí, afirmó el oficial, lo malo es que estropeaste las huellas del atacante, eso, incluso te asomaste a la ventana y dejaste tus huellas sobre las del maleante. ¡Qué te parece, jovencito! Recalcó el policía, ahora tendrás que ir al cuartel a declarar.
Papá,  sabes que el asesino dejó sangre en el pasto, bajo la ventana, yo  creo que es sangre suya, a lo mejor se hirió con el mismo puñal que usó contra don Pedro. Cálmate hijo, y no inventes, te crees el Sherlock  Holmes, no ves en el lío que te has metido y a tus padres también? No se preocupe señor, llévelo mañana a primera hora al cuartel de policía. Por el momento los peritos tendrán un  arduo trabajo para separar las  pruebas. Si es que se puede. Francisco, ¿que edad tienes? Tengo 12 años y curso el segundo medio... ¡Alto! no te he preguntado eso, eres muy suelto de lengua, niño. Vete a tu casa por ahora, y no te metas en otro lío, afirmó el policía. Gracias oficial, agradeció José, tomando a su hijo por el brazo lo condujo con rapidez hacia la entrada del edificio. Ah, ahí estabas Francisco, le interpeló doña Quena, ¿qué hacías? Nada, nada, ya se va a la cama. Buenas noches, vamos, Rosa, invitó don José, mientras pedía permiso a los policías para pasar. Al mismo  tiempo que la señora Quena abordaba a otra vecina que había bajado del segundo piso con su perrito en brazos.
¡Ay!, doña Dora, qué bueno que bajó, ¿supo lo que le pasó al pobre de don Pedro? Se apresuró a preguntar poniendo cara de piadosa. Y antes que la otra contestara, doña Quena ya estaba dando toda clase de informaciones. Atragantándose la  garganta con toda la palabrería que asomaba desordenadamente a su boca. Por favor, señora Quena, no hable tan rápido que apenas le entiendo, ¿dice que hubo un incendio? ¿El niño del tercer piso? Pero si es muy tranquilo. ¡Ay  Doña Dora!, escuchó todo mal, ¡fue un asesinato!, reclamó por fin doña Quena, recalcando que había sido ¡un asesinato! mientras se abrigaba con su chaleco. Mire usted cómo tuve que salir, con lo que tenía puesto, así nomás en enagua, claro, yo pensé que era un incendio, ya ve que las sirenas suenan igualitas que el auto patrulla, viera el susto, y para callado le digo, que la portera tiene mucha culpa en esto, debería haber cerrado la reja con candado, ya ve que hay gente que uno cree que es de fiar y tiene confianza pero señora mía, se la pasan flojeando. ¡Ay! y yo le he dicho tantas veces  que cierre, total todos tiene llave, ¿no le parece? Este... sí, por supuesto, contestó doña Dora un poco molesta por el chisme de la otra, sólo exclamo, ¡qué terrible!, ¡no lo puedo creer, don Pedro!, tan agradable que era  el anciano. Claro, afirmó  doña Quena, y se contuvo con la boca llena de improperios que tuvo que guardar por respeto, nada más, a los policías que sea cercaron a ellas, sin embargo para sus adentros no le importaba tanto pues el anciano siempre le cayó mal  y  en varias ocasiones tuvo sus altercados con el anciano, por su voraz habilidad de chismear al vecindario. Señoras, podrían irse a sus casas, aquí, no se las necesita y además, con un asesino suelto, es mejor que permanezcan en sus habitaciones y con las puertas bien cerradas.
¡Ay!, ¿nos está corriendo oficial?, yo puedo servir de testigo,  apuró en ofrecerse doña Quena.  ¿Testigo de qué? ¿Usted vio al asesino, lo conoce, vive cerca? Por favor, no vaya tan rápido, yo decía nomás, se quejó la mujer. No, sólo escuché lo que contó la portera. Entonces, señoras por favor despejen el área. El forense y su equipo necesitan hacer su reconocimiento sin tanta gente. A despejar, a todos los curiosos les digo que se vayan a sus casas, y diciendo esto el policía sopló un silbato y obligó a todos a alejarse. Doña Quena, se fue a su piso a regañadientes, seguida por doña Dora y su perro.
Días después  la policía aún no tenía prueba alguna de quien había asesinado al pobre anciano. Las huellas del asesino habían sido estropeadas por la curiosidad del niño, aparte de las huellas propias del difunto y luego de interrogar a  Francisco y a la portera, no sacaron nada en limpio, además de que hasta en el cuchillo no encontraron  huellas, alguien lo había limpiado muy bien o usado guantes. Muy extraño, comentó doña Quena con ojos de sospecha, muy raro todo esto, la puerta del departamento de don Pedro estaba sin huellas de haber sido forzada. Ah, y lo peor es que no se llevaron el dinero que estaba sobre la mesa, sólo dicen que falta un reloj de cadena que don Pedro llevaba siempre en su chaleco, nada más. ¿No le parece extraño  a usted doña Dora? Pues, es muy curioso todo esto, y usted doña Quena, ¿cómo sabe tanto? Bueno, es lo que se dice por aquí.
En el tercer piso, Francisco en su pieza,  admiraba  con alegría un nuevo trofeo que había encontrado y que agregaba a sus cachureos de niño, un reloj de cadena que guardó celosamente  en una caja, debajo de su cama.